Líneas de lápiz

pasajes, emociones, imágenes.

El triunfo.

El zapatero se había pasado la vida esperando aquello, y al verlo llegar, no sabía qué pensar ni qué hacer.

Réquiem por un campesino español, de Ramón J. Sender (1950)

Imagen: “Fox Hill, Upper Norwood”, por Camille Pissarro (1870)

La ciudad.

Circulábamos por calles amplias y desiertas, lo único que se movía a nuestro paso eran las banderas de las embajadas, trapitos pequeños y ridículos contra la potencia uniformadora de las grandes fachadas de cristal. No son Madrid -era una idea que me asaltaba con frecuencia, cada vez que pasaba por allí-, no caben en esta ciudad-no ciudad, caótica e híbrida, desastre teórico y práctico, desastre urbanístico, desastre viario, desastre circulatorio, desastre educativo, desastre político, desastre sanitario, desastre eclesiástico -no hay catedral-, desastre pornográfico -tampoco hay barrio chino-, en suma, un auténtico desastre, el único sitio donde se puede vivir a gusto, en medio del desastre, donde nadie pregunta nada, porque todo el mundo es nadie, y puedes salir a comprar el pan con zapatillas y bata de boatiné y no te mira nadie, y te regalan un par de boquerones en vinagre con las cañas, en bares ruidosos con el suelo alfombrado de servilletas de papel arrugadas, y huele siempre a garbanzos cocidos en los patios de las casas, las vecinas cantan tendiendo la ropa, Ay Campanera, aunque la gente no quiera, en los patios de las casas de Madrid, no en éstas que son casas de pueblo, de un pueblo fantasma de porteros preguntones, y usted a qué piso va, y a usted qué coño le importa, un pueblo provinciano, aburrido y pretencioso en medio de una ciudad una ciudad enorme de la que todos dicen que es un pueblo.

Las edades de Lulú, de Almudena Grandes (1989)

Imagen: “Madrid desde Torres Blancas”, por Antonio López (1974)

La ternura.

Pero era, sobre todo, la vehemencia oscura que Martín ponía en todo lo que hablaba, lo que determinó la ternura de María: muy pronto se dio cuenta de lo que a Martín, con toda su inteligencia, le faltaba: le faltaba ella misma: un cierto buen humor sencillo, un mundo no muy extraordinario, confortable y seguro: le faltaba la ternura que vuelve comprensibles y tratables gran parte de las dificultades de la vida.

El metro de platino iridiado, de Álvaro Pombo (1990)

Imagen: “Quappi in rosa”, por Max Beckmann (1934)

El equilibrio.

José Félix comprendía que se hallaba en el borde de un mundo nuevo y corrompido, que sin embargo le atraía. Aquello halagaba la parte más subterránea y delicada de su espíritu. Un resto de higiene moral, de sanidad, le hacía sin embargo mirar con disgusto aquella noche desquiciada.

Madrid de corte a cheka, de Agustín de Foxá (1938)

Imagen: “Joaquín Sorolla García sentado”, por Joaquín Sorolla (1917)

La vulgaridad.

¿Vulgares dices? -te indignaste, como nunca antes lo habías hecho-. ¿Y qué crees que somos más que un hombre y una mujer vulgares? ¿Qué crees? ¿Que perteneces a otro planeta? ¿Te gustaría? No quieres ser vulgar… Así, pues, ¿quieres ser única? Siendo vulgar, eres hermana de los humanos. ¿Y qué pretendes? ¿Estar sola? Yo no…, yo soy vulgar y ¡bendita vulgaridad! Me da miles y millones de hermanos. Y me hace solidario de un mundo que ríe, llora y… ama.

A tientas y a ciegas, de Marta Portal Nicolás (1966)

Imagen: “María en los jardines de La Granja”, por Joaquín Sorolla (1907)

La cobardía.

Y aquí me tienen ustedes, incapaz de poner remedio, espectador de un drama sórdido, que no llega a tragedia porque el remedio existe, aunque no esté a mi alcance, por mera cobardía.

Filomeno, a mi pesar, de Gonzalo Torrente Ballester (1988)

Imagen: “Jardín de la Villa Médicis en Roma, Entrada de la gruta”, por Diego Velázquez (1630)

La playa.

La colección particular de satinados cromos se abrió en su mano como un rutilante abanico: él y ella perdidos en la dorada isla tropical, solos, bronceados, hermosos, libres, venturosos supervivientes de una espantosa guerra nuclear (en la que desde luego y justamente hemos muerto todos, lector, esto no podía durar) construyen una cabaña como un nido, corren por la infinita playa, comen cocos, pescan perlas y coral, contemplan atardeceres de fuego y de esmeralda, duermen juntos en lechos de flores y se acarician y aprenden a hacer el amor sin metafísicas angustias posesivas mientras la porquería de la vida prosigue en otra parte, lejos, más allá de esta desvaída soltura de miembros bronceados (Teresa seguía avanzando perezosamente sobre la arena, hacia él) que ahora se arrastra con un ligero retraso respecto a la visión, con una languidez abdominal que se queda atrás: la sugestión de no avanzar en medio del aire caliginoso, una dolorosa promesa que arranca de sus hombros y se enrosca en sus caderas y se prolonga cimbreante a lo largo de sus piernas para fluir, liberada, derramándose como la luz, por sus pies, hasta el último latido de cada pisada. Venía con su sonrisa luminosa y un coco prisionero entre su cintura y el brazo, jadeante y mojada, trayendo consigo algo del verde frío de las regiones marinas, y se dejó caer lentamente a su lado, doblando las hermosas rodillas, y soltó el coco. Su cuerpo parecía tan habituado a correr y yacer en las playas, tal como si hubiese crecido en ellas, extrañamente dotado por la naturaleza para vivir aquí, siempre, bajo el sol…

Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé (1966)

Imagen: “A Bigger Splash”, por David Hockney (1967)

La libertad y el mal.

Y en el rayo ancho del alto sol, que atravesaban sin cesar, dibujándolo como un cristal turbio, nubaradas de lentos humos azules, los pobres gallos ingleses, dos monstruosas y agrias flores carmines, se despedazaban, cogiéndose los ojos, clavándose, en saltos iguales, los odios de los hombres, rajándose del todo con los espolones con limón… o con veneno. No hacían ruido alguno, ni veían, ni estaban allí siquiera…

Pero y yo, ¿por qué estaba allí y tan mal? No sé… De vez en cuando, miraba con infinita nostalgia, por una lona rota que, trémula en el aire, me parecía la vela de un bote de la Ribera, un naranjo sano que en el sol puro de fuera aromaba el aire con su carga blanca de azahar… ¡Qué bien -perfumaba mi alma- ser naranjo en flor, ser viento puro, ser sol alto!

…Y, sin embargo, no me iba…

“Los gallos” en Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez (1914)

Imagen: “Auvers, vue panoramique”, por Paul Cézanne (1873/1875)

La soberbia.

Después, allí en la cama, los días de fiebre, hasta para eso perdí los ánimos, porque no concebía de ser jamás nada, ni que Isabel me quisiera más nunca, ni levantarme siquiera con voluntad ninguna de vivir en este mundo, si es que no me moría. Sólo veía entonces que me despreciaba Isabel para siempre y me daba miedo de ser nada más un bicho despreciable. A ratos otra vez quería sentirme superior a los demás y me daba el ataque de orgullo o me encontraba raro y medio loco, pero quizá un ser extraordinario, y al fin me hundía, viéndome de ser menos que los demás y arrastrándome sobre la tierra, como un limaco. Hace poco el Padre Cornejo me dijo: «Lo que no se te ocurrió nunca fue de ser igual que los demás, y es por donde debías haber empezado.» Ni ahora me convenzo del todo, aunque me resigno. Pero esas noches me venían todas las furias, sin saber por dónde salir. De repente, por la primera vez en mi vida, pensé si yo por Isabel no habría querido ser demasiado y si Dios no me castigaría de tanta soberbia. Pero ¿no me andaban predicando siempre que había de tener grandes aspiraciones? ¿Qué aspiraciones? Yo sin Isabel no sería ni bueno siquiera. Me horrorizaba no poder consolarme ni con ser bueno. Entonces ya me dio la locura furiosa.

La vida nueva de Pedrito de Andía, de Rafael Sánchez Mazas (1951)

Imagen: “Stadtbild Madrid”, por Gerhard Richter (1968)

El consuelo.

She wanted to disbelieve. She was an infidel in current geopolitical parlance. She remembered how her father, how Jack’s face went bright and hot, appearing to buzz with with electric current after a day in the sun. Look around us, out there, up there, ocean, sky, night, and she thought about this, over coffee and toast, how he believed that God infused time and space with pure being, made stars give light. Jack was an architect, an artist, a sad man, she thought, for much of his life, and it was the kind of sadness that yearns for something intangible and vast, the one solace that might dissolve his paltry misfortune.

Falling Man, Don DeLillo (2007)

Imagen: “Cabeza de anciano”, por Joaquín Sorolla (1882)